miércoles, 13 de agosto de 2014

UN ADIÓS , UNA BIENVENIDA




La historia que hoy quiero contarles pasó hace un poco más de trece años, y como soy de las que piensan que siempre se debe sacar aquello que aún duele, que mejor que hacerlo con ustedes.

En ese tiempo yo me encontraba embarazada de mi tercera hija y la verdad que nunca fui de tener buenos embarazos con lo cual al llegar a las últimas etapas siempre me tocaba estar en la cama. Pero este fue algo más complicado porque ya a los cinco meses tenía riesgo de perderla y para que eso no sucediera debía de estar en reposo absoluto las veinticuatro horas del día. Al llegar a los seis meses se me tuvo que aplicar una serie de inyecciones para que maduren los pulmoncitos del bebé,  por si no llegaba a término. No puedo quejarme porque entre todos me cuidaban mucho, sobre todo mi hija mayor que tenía ocho añitos, y mi madre que siempre estaba a mi lado, día y noche.

Durante aquella época, la economía estaba un tanto apretada y era mi madre quien me ayudaba; no dejaba que jamás me faltará nada, ni a mí ni a mis niñas. Meses antes se había encargado de comprarme  la primer mudita de ropa para cuando le tocara salir del hospital; me compro todo lo necesario para mi bolso y lo dejo preparado para cuando llegara el gran momento, incluyendo varios paquetes de pañales. También me pagó las inyecciones -esas que les mencioné, para madurar los pulmones- pues eran muy caras.  Ningún detalle se le escapaba.

Pero quién iba a decir que todo cambiaría en tan sólo unos minutos, justo un mes antes de que naciera mi bebé. Llegada la tarde, mi madre se preparó, como todos los días, para ir a buscar a mis otras dos niñas al colegio, que para entonces tenían ocho y cuatro años. Recuerdo como si fuera hoy que entré al baño y la vi en la ducha, me quedé observando  cómo se bañaba. Luego se vistió y me trajo un té con leche a la cama. Me dio un beso con mucho amor, como siempre lo hacía, y me dijo  “Quédate quietecita en la cama, mi amor, hasta que yo regrese, vuelvo enseguida, hija”

Recuerdo nítidamente cómo momentos antes me había hecho reír para quitarme de mi preocupación continua, producto de mis contracciones. Y así la vi  irse, tan bonita.

A los diez minutos vi al padre de mis niñas entrando por la puerta, gritando.  Me levanté como pude y cuando llegue a la sala vi como traía a mi mamita en sus brazos, casi muerta. Le había dado un infarto a media calle de casa y él la encontró tirada en el suelo. Mientras sostenía mi panza decidí llamar a una ambulancia, en tanto era él quien la atendía.  Mientras les explicaba a los médicos, yo sólo veía como se moría, tendida en el sillón, entre sus brazos. Sus últimas palabras fueron para mis niñas porque aun sintiendo que moría, su preocupación era no poder llegar por ellas al colegio. Para cuando pude llegar hasta ella ya se había ido… ya no sentía mis besos.

Los días siguientes fueron los más duros, pues entré en una depresión muy grande a causa de sentirme muy culpable, algo que me costó mucho superar. Incluso en el momento de avisarles a mis hermanos, me sentía muy culpable de que se hubiera ido al ir a buscar a las niñas al colegio porque yo estaba en reposo.

Fue todo tan raro… Esa miscelánea de emociones por su muerte y la vida que se gestaba en mi vientre.

En ese tiempo yo  no sabía nada de todo lo que hoy sé sobre estas cosas, y esa fue mi primera lección, la más dura que viví en toda mi vida.

Me sentía tan triste que no quería ni comer, ni vestirme, ni nada. Roa, mi hijita mayor, con sus ocho años, peinaba mi largo cabello mientras yo lloraba. Recuerdo que me dijo “Mamá, no llores, verás qué pronto nace la hermanita y volverás a ser feliz, cuando la veas, volverás a sonreír”.

Y así fue. Un mes después, el 13 de agosto del 2001, nacía Ludmila. Lloré de tristeza hasta entrar a la sala de partos, pero sucedió un milagro: Cuando me la colocaron entre los brazos y la vi, era el rostro calcado de mi madre. Pensé que estaba loca, pero cuando salí todos los que ya la habían visto me dijeron, muy emocionados, que era impresionante lo parecidas que eran. En aquel momento comprendí que su partida estaba, de algún modo, dispuesta de esa manera, dejando en mi vida alguien que me ayudaría a superarlo.



Y así llego Ludmila a mi vida, trayendo el amor y la alegría.



Hoy cumple 13 años. Es igual a mi madre, físicamente y también el  carácter. Lleva el nombre que a su abuela le gustaba para ella, y doy fe que mi niña perdió una abuela, antes de nacer, para ganar un ángel protector que vela por ella.



Pero esa es otra historia...

Hoy las dos sabemos que la muerte es tan solo un paso para la verdadera vida y que no hay nada que nos pueda separar por el gran lazo de amor que vive en las dos . Doy gracias a Dios por permitirme siempre tenerte a mi lado y hasta poder verte como ese ser de luz tan inmenso que eres.

Fuiste el ser más maravilloso en mi vida y yo soy todo lo que soy gracias a todo lo que me enseñaste sobre el amor .

Gracias mamita porque sin ti quizás mi niña no hubiera llegado a nacer , te amo .

                                                                                    

                                                                   Autora : Ariel


2 comentarios:

  1. ARIEL,NO PUEDO LEERLO YA SABES EI MOTIVO, PERO SI VEO ESTÁ DEDICADO A TU HIJA, A LA QUE FELICITO EN SU DÍA DE CUMPLEAÑOS. FELICIDADES A LAS DOS, OS DEJO MI CARIÑO. BESOS

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    1. MUCHAS GRACIAS PABLO Y PERDONA PERO RECIÉN ME ENTRAN LOS COMENTARIOS. MIL BESOS

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